Ningún pueblo ha insistido con más firmeza
que los judíos en que la historia
tiene un propósito y la humanidad un destino. Se aferraron a esto con
heroica persistencia frente a sufrimientos atroces. Muchos de ellos aún creen
en esa misión.
Los judíos son el pueblo más tenaz de la
historia, y Hebrón es buena prueba de ello. Se encuentra a unos treinta
kilómetros al sur de Jerusalén a mil metros de altura, en las montañas de
Judea. Allí, en la cueva de Macpelá, están las Tumbas de los
Patriarcas.
Allí es donde comenzó la historia de cuatro
mil años de los judíos, hasta donde es posible situarla en el tiempo y el espacio.
Ha
sido sucesivamente un santuario hebreo, una sinagoga, una basílica bizantina,
una mezquita, una iglesia de los cruzados y de nuevo una mezquita.
Cuando
Jerusalén cayó, lo judíos fueron expulsados y el lugar poblado por Edom fue
conquistado por Grecia, después por Roma, convertido, saqueado por los zelotes,
incendiado por los romanos y ocupado sucesivamente por árabes, francos y
mamelucos.
Hebrón es, por lo tanto, un ejemplo de la
obstinación judía a lo largo de cuatro mil años.
Ningún
pueblo ha mantenido durante un período tan prolongado un vínculo tan emotivo
con determinado rincón del planeta. Y al mismo tiempo, ningún otro pueblo ha
exhibido un instinto tan enérgico y persistente hacia la emigración, tanto coraje
y habilidad para arrancar y volver a plantar sus raíces. No deja de ser curioso
que, durante más de tres cuartas partes de su existencia como pueblo, la
mayoría de los judíos hayan vivido fuera de la tierra que consideraban suya. Y
hoy la situación es la misma.